Isabel, un cuento africano....

Cuando sueño contigo,
despierto desesperado.
Odio soñarte porque te he vivido,
porque has sido real, viva, única y odiosa.
Porque tú, sueño acuciante, no has sido como las demás.
Mujeres imaginarias,
pálidas luces de mi propio mundo inventado.
Agosto de 1956, vuelo en un avión militar a las provincias del Golfo de Guinea. Releo los versos que acabo de escribir en mi recién estrenado cuaderno de viaje y me doy cuenta de lo malos que son. Soy muy mal poeta, y tal vez peor amante. A estas alturas de la vida ninguna de las dos cosas parece ya tener remedio. Y qué le vamos a hacer si me gusta la poesía y las mujeres complicadas. Miro a través de la ventanilla, ahora sólo se ven nubes, pesadas nubes de materia ingrávida y plomiza. ¿Puede lo plomizo ser ligero? Parece una contradicción, pero estos espesos nubarrones que lamen la panza del aeroplano no hacen caso de contradicciones: efectivamente, son plomizos e ingrávidos.
Será que en África las cosas son diferentes y aquí no funcionan los aburridos criterios occidentalizados. Durante un rato pude ver las montañas del Atlas, el paisaje bajo las alas parecía metal arrugado, tan encrespadas estaban las cumbres en nevados bordes cortantes. Uno se siente muy pequeño, muy poca cosa, casi una minucia, cuando se compara con semejantes colosos de piedra. La resaca de la despedida no ayuda a sentirse más grande, ni tampoco el recuerdo amargo de Isabel. Supuse que aceptar el destino de funcionario colonial en el corazón de África me ayudaría a olvidar.
30 de julio de 1959, en las provincias de Fernando Poo y Río Muni, todos los nativos ya son ciudadanos españoles de pleno derecho. El calor de los días se te mete bajo la piel como la larva nociva de un insecto venenoso, poco a poco va horadando túneles más y más profundos en la carne humana, y uno acaba intoxicándose de humedad, bochorno y delirios. Ya no estoy seguro de saber qué o quien soy. Me parece habitar un sueño del que no logro despertar. Las voces, los colores, los gin-tonics en el club de funcionarios expatriadosÉ todo resulta irreal, vago, absurdo. Mi trabajo aquí es absurdo, como el de todos los demás compatriotas que no nos dedicamos al cacao o a la madera. Los que lo hacen, al fin y al cabo ganan dinero, que siempre es un motivo. Pero nosotros mantenemos en esta jungla indomable el nombre de una patria lejana que a los nativos les suena tan incomprensible como el sonido de un motor de explosión. Y ahora sé que tienen razón. ¿Qué sentido hay en registrar propiedades o estampillar pliegos oficiales por triplicado en un país donde todo parece a punto de desaparecer, de quedar engullido por la selva, la malaria o los odios tribales. No, no tiene ninguno. He perdido el Norte y sólo el recuerdo de Isabel, todavía firme y doloroso, me mantiene unido a un débil hilo de cordura. Sin memoria pienso que pronto desaparecería en el interior de la jungla para no regresar jamás, como han hecho tantos otros funcionarios que llegaron a Guinea antes que yo.
1 de enero de 1963. Guinea ya es Región Autónoma, con su propio gobierno nativo. El «Braga Sister» es el cabaret más concurrido de Bata. Las miningas nos rodean con su ansiedad sensual y su ilusoria realidad de mujeres salvajes. En el local alternamos los madereros españoles y portugueses, los funcionarios de la metrópoli, y la élite indígena, que se ha hecho rica por su cercanía al poder y por su despiadada ambición. Uno de ellos es el doctor Watson, casado con una mujer blanca y miembro del Consejo de Gobierno Autónomo, presidido por Bonifacio Ondó. Watson es un fernandino, de origen liberiano. Ya está borracho, lo estamos todos, y me cuenta otra vez que Liberia se fundó con los esclavos manumitidos en Norteamérica que, después de la Guerra de Secesión, decidieron volver a África. -La capital de Liberia se llama Monrovia- explica el orondo doctor -en honor al presidente Monroe, que fue quien compró el territorio y les pagó el viaje a los esclavos-. Lo que no cuenta Watson es que los esclavos manumitidos pronto esclavizaron a los nativos que se encontraron en su nuevo país, iniciando de nuevo el círculo de la dominación. Pero no le digo nada, él se siente muy orgulloso de sus ancestros cuasi yanquis, y yo no tengo ganas de discutir. En realidad no tengo ganas de nada, salvo de otro gin-tonic. El gin-tonic es quizá el mejor invento inglés para los funcionarios expatriados. A ellos también les hacía estragos la malaria, así que se la cuidaban diariamente con la quinina del combinado. Bueno, en realidad, éste es el cuento que mantenemos para justificar nuestra borrachera permanente. De todas formas, aquí a nadie le importa si estamos todos borrachos, o locos, o ambas cosas.
12 de octubre de 1968. Francisco Macías ha sido elegido presidente del recién independizado país. Dicen que el notario español García Trevijano le está redactando una Constitución. Mientras, Bonifacio Ondó conspira en la oscuridad. Aquí no hay secretos que guardar. En realidad, uno siente que aquí no vale la pena guardar nada, ni siquiera la razón o la vida. En África las noticias vuelan en el aire como esas luciérnagas que pueblan la noche de destellos nervioso. Todos saben que Ondó morirá pronto. A nadie le importa, todos moriremos un día u otro. Pero yo no voy a morir en Guinea. El nuevo gobierno, que trae la libertad, nos expulsa a todos los españoles, militares y guardias civiles incluidos, a pesar de que según los tratados firmados debían permanecer dos años más. Pero en África no tienen sentido cosas tan absurdas como tratados, acuerdos, leyes, o compromisos. Mañana salimos en manada, somos unos seis mil fugitivos en busca de una patria que ya no existe sino en nuestros deteriorados recuerdos. Estoy bebiendo mis últimos gin-tonics en Guinea y guardo apresuradamente algunos objetos, pocos, que llevaré conmigo. El resto lo quemaré. Un cuaderno viejo cae al suelo. Está sucio y maltrecho. Lo abro por la primera página. La única escrita. Leo unos versos muy malos. ¿Quién los habrá escrito? Entre las hojas encuentro una carta. No soy capaz de recordar quien puede ser esta Isabel de letra trémula y papel de arroz. Lo arrojo todo al fuego. El calor de la selva parece querer engullirnos. La humedad me ablanda el corazón.
Lloro y todavía no sé porqué.

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